sábado, 12 de septiembre de 2009

El pescadero contra la escama: (3) Los niños siempre comen pizza

El cliente del bigote negaba con la cabeza mientras leía algo en el periódico. Parecía preocupado por exhibir su opinión abiertamente. "Menudo país que tenemos, ponme una dorada y me la limpias por favor". Al principio (tenía un día espeso), el menudo se me cruzó con la dorada y dudé si lo que el hombre me pedía era que limpirara el país. Pronto recuperé la noción de mi profesión y me limité a limpiar el pescado. "Un cuchillo y unas tijeras parecen poca artillería para enfrentar una revolución sangrienta", pensé con una sonrisa íntima mientras destripaba la dorada con desdén. Luego pensé en la triste vida de aquel pez en la piscifactoría. Una vida previsible, llena de horarios y relaciones superficiales. Luego sentí pena de mí mismo. Al darme la vuelta con la dorada perfectamente desfigurada me encontré a una señora con sus dos hijos, que no era clienta habitual, hablando apasionadamente con el señor del bigote. "Tiene usted razón, la culpa es de los padres. ¿Cómo es posible que no sepan que sus hijos salen a emborracharse?, ¿cómo no saben que eso no les va a traer nada bueno?. Yo no lo entiendo". "Señora, es un problema de educación, los hijos no respetan a los padres porque estos no se dan a respetar, se limitan a defender a los niños en todos los aspectos de su vida, en el colegio, en la casa, con los demás niños, con lo que los niños se acostumbran a tomar todas las decisiones que a ellos respecta y esto, porsupuesto, acaba siendo dramático", dijo el del bigote muy indignado con un volúmen de voz que superaba el necesario para que la señora le pudiera oir nítidamente. Al terminar su discurso pareció bajar de un púlpito, cogió la bolsa con la dorada, me dió las gracias y se fue como abriéndose paso entre la espesa estupidez del mundo. "Qué razón tiene el señor", me dijo la señora como si acabara de oir a Jesucristo. Yo asentí (asentir es parte de mi trabajo) y puse cara de preguntarle qué se iba a llevar. La mujer miró al mayor de sus dos hijos, podría tener 7 años. "Bueno Mario, que está esperando el señor, ¿qué quieres comer hoy de pescado?, ¿quieres acedías?, ¿boquerones?, ¿un filete de pez espada?". El niño negaba con la cabeza y le decía a su madre con la mirada que se callara la puta boca, que ella ya debía saber que él no come pescado. "Ay, este niño siempre igual, que no quiere comer pescado con lo sano que es. Anda hijo, dime qué quieres comer". "Pareces tonta mamá, sabes que yo prefiero pizza, el pescado no me gusta y punto", le dijo el pequeño dictador. "En fin, pues nada hijo (esta vez el apelativo de hijo iba por mi) que no quiere pescado, qué le vamos a hacer". La madre, su agonizante autoridad, su cara de madre cansada y superada por el pluriempleo cotidiano (casi esclavismo) y los dos niños, se marcharon camino de los congelados donde el futurible delincuente colmaría, como de seguro era habitual, sus deseos caprichosos y arbitrarios con una jugosa pizza.