lunes, 27 de julio de 2009

Juego de niños

¿Es que no piensa salir del agua nunca?. !Lleva 20 minutos jugando como un niño!, pensé. "El oleaje está hoy superdivertido Carmen, ¿no vienes a bañarte conmigo?". Por supuesto que no, no soy una niña. Y si lo fuera tampoco me entusiasmaría revolcarme entre aguas embravecidas, llenas de algas y espuma blanca sospechosamente densa. Tu sí, tu puedes hacer lo que quieras. Y exhibir tu cuerpo de fantoche treintañero y barrigudo saltándo como si tu alegría no provocara la risa de nadie, como si el ridículo te resbalara y no te importara que yo tuviera que cargar solita con toda la vergüenza. Luego volverás como si nada, a trote descompasado, sin aliento (la lástima es que lo acabas recuperando) y, como siempre, se te ocurrirá alguna lastimosa broma sin gracia, como mojarme de ese estraño líquido que te cubre, mitad agua salada mitad sudor. Sudas mucho cariño. Y mirarás a las familias de nuestro alrededor con una sonrisa inútil buscando una complicidad que ellos intentarán evitar como sea, haciendo agujeros en la arena, buscando el refugio de una mirada tiesa, inerte, o huyendo al chiringuito a tomar una cerveza que no quieren tomar, que es cara y está caliente. "No, báñate tu cariño". Eso fue lo que le dije, el resto solo lo pensé. El resto era toda la verdad que me quemaba y que guardaba como si callara un tumor. Recuerdo que lo miré con todo el desprecio que pude. Por un momento, me pareció demasiado y me asusté. Luego intenté dormir sobre mi toalla, cansada y convencida de que en cuanto saliera de aquel baño patético, le diría todo lo que él, por estúpido, porque solo era un niño, jamás adivinaría sin oir la sentencia de mis labios.

Me pareció un pestañeo pero pasó media hora. En la playa no es fácil distinguir los gritos de alarma y auxilio de los que generan la alegría, los juegos o el esparcimiento. Todos huelen a sal y te llegan envueltos o empujados por una suave brisa que omite los matices de la desesperación y el miedo. Me despertaron los gritos. Luego oí temblar la tierra a mi alrededor. Decenas de personas pisaban la arena en una carrera frenética que no entendí al principio. Al incorporarme vi a mucha gente corriendo hacia la orilla. "Se está ahogando, mira, no puede nadar". Diferentes versiones escuché que contenían la misma información. Alguien se ahogaba. "Un niño", escuché. Lo volví a oir. Miré hacia donde se dirigían las brazadas de varios hombres, a un punto relativo donde debía estar el epicentro de la tragedia. Ya no había nadie. "Se lo ha tragado el mar", escuché que decían algunos niños que estaban en la orilla. "Pobre niño", pensé. Entonces busqué a Francisco entre los hombres que iban al auxilio del malogrado bañista. No lo distinguí. "Qué cobarde, seguro que se ha escaqueado del drama". De pronto sentí que un escalofrío me arañaba el vientre, lento y profundo, atravesándome el tronco hasta la espalda. Me miré incluso, por si sangraba. Yo estaba bien, pero me iba a morir. Pregunté como una loca por la orilla a todo el mundo. "Creo que se trata de un niño", "dicen que es un niño", "un niño, seguro". Pero Francisco no estaba. Ni vino nunca a incomodarme con sus bromas pueriles, ni a contarme sus aventuras de luchador temerario contra las olas terribles de aquel día, ni a sonreir estúpidamente como un adulto inconcluso, como un hombre imposible. El niño nunca fue encontrado. Francisco tampoco.

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